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¿Por qué somos así? ¿Soy yo el problema?

Estamos ante la perspectiva de una manera diferente de actuar desde el poder y el gobierno, es una carta que nos jugamos de cara al futuro.

Amable lector(a),

Consigno aquí horas, semanas, meses y hasta años de cavilación sobre qué nos pasa, por qué los colombianos somos así: envidiosos, odiosos, intolerantes, racistas, pendencieros, violentos y no sé cuántos calificativos negativos más. En esas reflexiones incluyo otro interrogante: los padres de la patria  -los constructores de la república, no los que la disfrutan ahora-, Nariño, Caldas, Acevedo y Gómez, Camilo Torres, Bolívar, Santander y otros que en épocas distintas pero cercanas en el tiempo, lucharon, entregando unos sus vidas, por la emancipación del colonizador y expoliador extranjero y que los aduladores llaman madre patria; digo, si esos ilustres compatriotas ya lejanos en el tiempo, a lo mejor borrados de las mentes juveniles con la desaparición de la historia del pensum escolar, llegaron a imaginar el país que dejarían luego de la independencia. Mis nociones de historia nacional me indican que Simón Bolívar fue quizá el único que en su famosa frase “…Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro” -sin la certeza de que “…cesen los partidos…” fuera su deseo de que se acabaran o se tranquilizaran-, deja entrever su consciencia sobre lo que su pensamiento y actuación públicas influyeron en la discordia y fricción entre los políticos y la sociedad de su época, que aún reina en nuestro país.

Si bien tanto encono, tanta ira y tanta violencia no es exclusiva de la clase política, pues la oligarquía criolla ha rivalizado y puesto siempre a los pobres a matarse entre ellos por ellos  – ¿qué fueron las guerras civiles del siglo XIX?-, la dirigencia económica, social y religiosa desde los tiempos del 20 de julio han azuzado y predicado el sectarismo y el fanatismo, los regionalismos que, a lo mejor, aún no dejan al Libertador tranquilo en el sepulcro. El diario vivir, en la calle, el bus o Transmilenio, la plaza de mercado, el estadio de futbol, la discoteca o el parque dispuesto para la recreación y el esparcimiento sano, son escenarios frecuentes de disputas, riñas, agresiones, a veces letales y absurdas. Sucesos que alimentan las noticias radiales, televisivas e impresas las 24 horas del día y los siete días de la semana porque –de paso- venden. Y el veneno que destilamos y expandimos a toda hora encontró en la nueva tecnología un camino más expedito para un propósito enfermizo: las redes sociales sirven para la emboscada, el matoneo, la amenaza, la difamación y la calumnia.

Volvamos un poco atrás. Mucho se ha discutido, escrito y predicado sobre cuándo comenzó nuestra violencia. Para muchos fue el 9 de abril de 1948, cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, quien para las mayorías de la época era el indiscutible futuro presidente de Colombia. Sin embargo, al líder político lo asesinaron porque venía denunciando la violencia que de tiempo atrás eran víctima los miembros de su partido tanto en ciudades como en el campo. La “Marcha del silencio” (07/02/1948) y su “Oración por la paz” son prueba de ello, así haya sido un esfuerzo inútil del líder para que cesara los ataques contra la población civil por parte de la fuerza pública –el gobierno-, en especial la policía política. Y si retrocedemos un poco más encontramos la violencia contra los partidos y movimientos de izquierda, los sindicatos y el movimiento indígena liderado, entre otros, por Manuel Quintín Lame (1880 – 1967), así como la Masacre de las bananeras (Ciénaga, 1928) hasta llegar al cobarde asesinato de Rafael Uribe Uribe (1859 – 1914) en las mismas escalinatas del Capitolio Nacional, una década después de haber firmado la paz que puso fin a la Guerra de los mil días  -10 años no fueron suficientes para sanar heridas de una confrontación dolorosa y prolongada-. La violencia, así genérica, ha ido a la par del desenvolvimiento económico, social y cultural de Colombia. No es necesario reseñar el siglo XIX y sus frecuentes guerras civiles para pensar que la violencia política-social no ha tenido tregua en la República de Colombia desde su fundación.

Mas la pendencia, la vindicta y la confrontación violenta político-social no es la única que agobia el diario transcurrir de nuestra sociedad. No, asimismo se observa sin mucho esfuerzo otras expresiones violentas, unas quizá derivadas de aquella, otras por causas diversas que han minado el tejido social y sin siquiera notarlo fueron copando cuanto escenario exista, por más inocente que parezca: la pluralidad de violencias se tomaron escuelas y liceos, especialmente los públicos: el matoneo entre alumnos, contra profesores, persecución de docentes contra discípulos o padres de familia, sectarismo, intolerancia, discriminación por la condición diversa de la víctima, violencia sexual y otras conductas antisociales ponen en entredicho nuestra educación de base. Qué decir de la violencia en los medios deportivos: agresiones a árbitros, a rivales en el juego, entre hinchas o barras bravas de X o Y equipo de fútbol. Las aberrantes y morbosas rupturas amorosas que terminan en feminicidios, lesiones en el rostro con ácidos, sicariato o la más cruel de todas las venganzas: el homicidio de menores nacidos de la unión que se ha roto. La limpieza social, otra lacra con auge probado en el paramilitarismo: persecución letal a personas indigentes, miembros de la comunidad LGTBI+, drogadictos. Ni hablar del reguero de muertos que por doquier deja el narcotráfico. En fin, por donde asomemos la cabeza vemos -no pocas veces en vivo y en directo a través de las “cámaras de seguridad”-, homicidios en cualquier rincón de cualquier ciudad, y, a veces, ni nos enteramos del nuevo caso de violencia por cuanto a las horas quedó opacado por uno nuevo en otro punto de la misma ciudad o en otra. Además, poco a poco se confirma la sospecha de vieja data: la violencia sexual de parte importante del clero católico siendo la mayoría de víctimas menores de edad. Hoy la justicia de transición se ocupa de la violencia sexual relacionada con el conflicto armado aunque se extraña en los procedimientos cursados o en curso por la ley de Justicia y Paz –para los paramilitares- en la cual no ha tenido mayor relevancia este oprobioso crimen.   

¿Desde cuándo entramos en la cultura de la violencia? ¿Para qué tanto estudio, comisión de evaluación y diagnóstico sobre la violencia si no encontramos la salida? ¿La dirigencia nacional en todos los órdenes y niveles, públicas y privadas, civiles y militares, eclesiásticas y laicas ha tenido la voluntad política para caminar hacia una cultura diferente a la que hoy tenemos, sin orden y sin ética? ¿De verdad estamos interesados la mayoría de ciudadanos en poner coto a esta aberrante situación? O, más simple, ¿somos realmente conscientes de que esta degradación moral puede ser la causa principal de nuestro anquilosamiento como país, como sociedad?  ¿Cómo explicar que se reniegue de la inseguridad y la violencia y al mismo tiempo se rechace el derecho a la paz previsto en nuestro ordenamiento constitucional? Tantas contradicciones deben tener una explicación de la sociología, la psicología social y otras disciplinas sociales, pero más que ello necesitamos salidas justas y democráticas; a lo mejor se han formulado sin que nadie las haya aplicado pues la indiferencia ante la tragedia que nos desangra continúa y nos hunde al punto de admitir que ya no somos el pueblo más feliz del mundo, como antaño se decía.

Se preguntará, estimado(a) lector(a), que en otras latitudes hay violencia, también ocurren masacres sin sentido, violencia sexual, homicidios racistas y otras conductas contrarias al orden establecido, como aquí. Respondo, cierto, en sociedades desarrolladas o en vía de desarrollo existen fobias y se producen actos lesivos y absurdos como en nuestro país; sin embargo, ni son tan recurrentes ni sus motivaciones tan perversas como aquí. En ciertas sociedades los atentados contra las mujeres son motivados por creencias religiosas generalizadas, situaciones con gran aceptación en los medios donde se causan, en nuestro país poco importa que sea católico, evangélico, adventista, o ateo para violar, mutilar o matar a una mujer; en otras regiones ocurren atentados a los derechos humanos por rivalidades étnicas o culturales y la violencia de género, es arma de guerra en los conflictos armados así éstos sean por la tierra o por el poder económico. En Colombia, la violencia de género no tuvo ni tiene esa connotación sino causada por el apetito desbordado y ruin de sus autores; en otras partes se roba o saquea por hambre, por necesidad, aquí también pero no siempre tiene esta motivación, aquí se mata luego de despojar a la víctima del reloj o el celular, o porque es un testigo involuntario del  crimen. El ataque con ácido no lo he sabido en país diferente al nuestro. Pero eso no es lo más grave, lo es más la indiferencia, la fatalidad que se apoderó de nosotros, el qué podemos hacer, lo mismo de siempre, no se cuidó, dio papaya y otras tantas frases lacónicas y de cajón que sirven para enterrar un caso que en dos horas ya es historia, olvidada porque otro evento similar, o peor, o más cruel o macabro, lo desbancó de los titulares noticiosos. En algunos países, un homicidio, uno solo, es motivo de escándalo, indignación, miedo y preocupación, incluso de renuncia del funcionario negligente que debía ocuparse de la seguridad, en nuestro país, nada, es un caso más, mañana olvidado o casi.

Apreciado(a) lector(a), no hay desconocimiento ni descuido en esta nota al no recalcar sobre un sinnúmero de otras causas que hacen la nuestra una sociedad injusta y desigual en todos los frentes: económico, político, social y cultural, donde las cifras del desempleo, la pobreza y el hambre aumentan, lo mismo que la concentración de la riqueza en pocas manos. No, somos conscientes que esos factores inciden en el desarrollo, o más bien subdesarrollo, de nuestro país; mas estos tampoco justifican todas las situaciones arriba descritas, pues, si estas fuesen las únicas causas, quizá otros países más pobres y atrasados ya hubiesen desaparecido o casi por luchas intestinas por la sobrevivencia individual o del clan, etnia o grupo político, social, religioso. No, queremos reflexionar sobre comportamientos sociales con consecuencias graves cuyas causas por lo general son baladíes o absurdas que, en otras sociedades no suceden o se resuelven por medios civilizados. 

La descomposición social que a muchos no aterra ni conmueve o se observa con indiferencia se produce, qué ironía, a la par de grandes logros de colombianos en las ciencias y las tecnologías, en las artes plásticas, las letras y el séptimo arte, en el deporte y demás potenciales humanos. Científicos nacionales triunfando en investigaciones notables en universidades extranjeras, en la NASA, cineastas que obtienen reconocimientos internacionales, ciclistas, patinadores y otros atletas que levantan en alto la bandera nacional; sin embargo-hay que decirlo-, la mayoría de esos talentos triunfan en el extranjero o con apoyo internacional porque tuvieron que pasar las fronteras para realizar sus sueños y anhelos porque en nuestro medio no tuvieron, o muy poco, la oportunidad para obtenerlos. Logros que no alcanzan para atenuar la tragedia y, menos, responder a ¿por qué somos así?, o tal vez sí, para confirmar que es fuera del país donde existen las oportunidades para el progreso. En esto juega también la solidaridad, ¿la tenemos?, ¿observamos los colombianos los principios y normas acordados en los pactos sociales que hemos dado?, o ¿tenemos conciencia de lo que significa la dignidad? ¿Soy yo el problema?

Ahora estamos ante la perspectiva de una manera diferente de actuar desde el poder y el gobierno, es una carta que nos jugamos de cara al futuro, ya no para los que tenemos el sol a la espalda sino para las generaciones que nos sucederán y esperan que la luz les brille en su camino. Ojalá no la echemos a perder por la mezquindad de no aceptar los cambios que requiere con urgencia nuestra maltratada Colombia sólo porque la propuesta surgió en la otra orilla de la que estábamos acostumbrados.

Hasta la próxima,

Tolimeo

Octubre de 2022

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